Un espacio sagrado es el vórtice que se vive en la simpleza de un encuentro casual, es la insospechada sonrisa que encontramos al caminar, es la inocencia mágica del silencio y también, es la contemplación y el permanente asombro que el misterio interminable del planeta nos ofrece al caminar.
Un espacio sagrado es vivencia del presente cuando un soplo enérgico llega a remecer los cimientos de la razón. Justo en el momento preciso, derriba lo innecesario, barre con las trampas y nos reencausa hacia el propósito.
El espacio sagrado se gesta entre nosotros cada vez que aceptamos la invitación del acto comunicativo, aparece cada vez quebramos la ilusión de si, y juntos, logramos abrir la puerta que nos separa del infinito. Es reconocer nuestras limitaciones para luego hacerlas desaparecer, es tener permanente conciencia de nuestro egoísmo, nuestros temores e inseguridades, para así dar lucha a la persistente necedad de nuestro condicionamiento humano; es vernos en nuestra realidad para luego concebir otras, todas las que seamos capaces de imaginar.
El espacio sagrado es aquel destino que nos confronta cara a cara con todos los falsos convencimientos que nos hemos inventado a lo largo de nuestra vida. Es quien provoca el choque contra la fugacidad de las emociones, para luego transmutarlas, desprenderlas de sus expectativas y hacerlas parte del flujo imperecedero del ser.
El espacio sagrado es aquella partida que nos invita a quemarnos por dentro, es la renuncia verdadera e impersonal en pos del conocimiento, del encuentro. Es un lugar para sentirnos pequeños frente a la inmensidad, es la vereda ensoñada que nos hace vencer las barreras y limitaciones que la individualidad nos supone. Un espacio sagrado es un tiempo sin tiempo, es un comando de luces encendidas y palpitantes, es una constante para ser. El espacio sagrado hoy está abierto, un lugar sin límites se expande y se irriga por cada célula de nuestro cuerpo. El espacio sagrado está abierto, somos nosotros, siempre vive en los otros.